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 El Patio de mi Casa. La Pelos.

 

 Los sábados por la mañana, muy temprano, se levantaba el general; tomaba los diez céntimos- era una dinero entonces-, la bolsa de hule, ¡qué mal olía!, el aro metálico de rueda de bicicleta y el guía para llevarlo y, por la calle Caballeros, calle del Camarín, Paseo del Prado, al fin llegaba al Mercado, Mercado municipal.

 ¡Perdón os pido lectores, que mi narrado derive en verso, no era mi intención ser eso; para mi, es, lo normal.

 Una vez que el general puso en marcha, su medio de locomoción, ese aro que con cantarina melodía de su rodar por el empedrado de las calles, hacia de olvidar su hambre, pues aun no había tomado nada de alimento y el ejército de sus tripas, ya se sublevaba, ante tanto abuso de poder.

 En la fila de casquería, o se colaba en su turno o alguna señora, después del magreo de mejillas y un sonoro:¡que niño mas guapo,-el general, realmente lo era-, le permitían llegar al primer lugar para la compra

 

 

de cabezas que te miraban acusadoras, corazones chorreando su amor, pulmones ahítos de suspiros amorosos o…¡déme tres céntimos de hilos!...

 Un cucurucho de papel de estraza, guardaba el regalo para el amor del general: su gata de angora…”La Pelos”.

 Enfrente del Mercado, en la calle Postas, la visita a una churrería, completaba el viaje del militar.

 Seis céntimos de churros,-si seis, uno era para la gasolina del vehículo-, daban mucho de si.

 La astucia adquirida en las muchas batallas, hacían retranca o suplica amorosa, para que la churrera, -guapa niña -, le incluyera en el lote, la porra.

 El churrero cuando freía la masa, con el palillo de manipular la gran rosca que hacia,  con un  hábil giro de muñeca, abría su punta primigenia, permitiendo que el aceite friera, tan buen comienzo de churro.

 Después del acopio de intendencias, nuestro  general, con las asas de tan olorosa bolsa enlazadas en sus brazos  y  la misma   a su espalda a  modo de macuto,  

 

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