arrancaba el motor de su vehículo…¡siempre a la primera! y salía lanzado a la vorágine de la circulación de la época: la carreta de La Quintina o los carros de los yeseros y traperos, que iniciaban su ronda de venta o  cambio.

 Volviendo por la ruta que ya dejo expedita en su avanzadilla anterior, -no se sabia otra -, nuestro general, puso rumbo a su Cuartel, donde La Pelos, sentada en el escalón de la puerta de la calle, ya esperaba al jefe, para degustar con seguridad tan gustoso desayuno, después de haber oído los reglamentarios toques de diana y fajina.

 Era La Pelos, una gata de angora hermosísima, su pelo…muy largo, sedoso, a tonos grises y blancos. 

Procedía del gato de angora Nerón,- propiedad de la estanquera-, y de la gata Tomasa, propiedad de no se sabe pero residente en la casa.

 Los amoríos del incendiario llegado un mes de enero, en el cual  Tomasa se echaba unos bailes en la disco El Caballete, dio la consecuencia de cuatro gatitos, y entre ellos estaba La Pelos.

 

 

 

Solo el general era su amor platónico. Nadie podía tocarla, sin recibir sus iras por tal atrevimiento.

Era muy celosa con todo lo que tocaba su amado. Siempre pasaba revista a lo tocado por el general; vamos, que era su segurata de entonces.

 La Pelos esperaba a que el padre de el general apagase las luces, para en la oscuridad de la noche, calladamente, astutamente, colarse en la cama de su amado.

 El ronroneo de ambos, hacía contra-fondo a la serenata de ronquidos, del resto del cuartel.

 

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